A la vista de este revolú, como dicen los puertorriqueños, eso es querer saber quien pone el cascabel al gato. O sea, que lo que Javier Fernández ha hecho, con gran maestría, es decirle al ministro que asuma su responsabilidad y diga en qué partida hay que recortar, para que el destinatario final, o sea el pueblo, como dicen los demagogos, se entere de que tendrán que pagar más por las medicinas, que habrá colegios que ya no puedan ser subvencionados o que, llegado el caso, para las personas que necesitan asistencia social bien por cuestiones de edad, bien por cuestiones de salud e incapacidad, se quedarán sin la ayuda y sin la asistencia que actualmente reciben. No es un asunto baladí.
Creo que no me equivoco si digo que una inmensa mayoría de españoles sabe de dónde sacar dinero para no recortar ni en sanidad, ni en educación ni en servicios sociales. Está en el pensamiento de muchos de ellos esa legión de políticos que acude a sus despachos o asambleas, cuyo status obliga a distraer dinero de otros objetivos para satisfacer su voraz apetito salarial. No quiero ser demagogo yo también, lo que trato de decir es que tenemos un excesivo número de políticos y administrativos al servicio de una sobredimensionada administración, debido a las autonomías. Para muchos españoles, el número de los que viven de, por y para la política es un problema grave que genera, además, una frustración colectiva, al contar con privilegios en los más de los casos, que resultan privativos en el mundo de la empresa privada. De alguna manera, las urnas denuncian el hartazgo de participar de un juego que no tiene más ganador aparente que el sistema partitocrático impuesto en el régimen de 1978, cuyas consecuencias llegan, ahora, a esa lamentable decisión.
No conozco a Javier Fernández más allá de lo que los medios de comunicación dicen de él, pero me atrevo a calificar el suyo como un gesto cargado de audacia y sagacidad, dejando al ministro al pairo. No obstante, Javier Fernández debería haber tenido en cuenta su desafío porque otro de los problemas que una mayoría de españoles ve en este régimen, nacido en 1978, es el descalabro autonomista, o sea, el fiasco que ha supuesto para España no sólo en el orden económico, sino también en el social y en el político. El llamado Estado de las Autonomías ya ha sido descrito, en este caso por el propio Cristóbal Montoro, como un fracaso: “hemos fracasado en la construcción del Estado de las Autonomías”, ha dicho.
Aquel “café para todos” no fue sino un aperitivo que, a diferencia del cocido maragato, que ofrece la sopa al final, no sirvió más que para hacer boca a los hambrientos e insatisfechos independentistas catalanes y vascos, principalmente. Galicia fue como la tía de la niña, de carabina o acompañamiento de los que verdaderamente querían desarrollar un sistema propio, y cuyo objetivo nunca habían escondido; entretanto, el resto de las comunidades, entre las que se encontraban las verdaderas y auténticas comunidades históricas, representadas por los antiguos reinos, se subieron o las subieron al tren autonómico, viéndose obligadas, pero encantadas, de tener que crear una administración menor, paralela a la del propio Estado. Lo que entonces muy pocos denunciaron. Desde el entonces Jefe del Estado hasta el más humilde cargo político nadie quiso advertir el desmembramiento de España. Y la ambición creció y creció más hasta que ahora Cristóbal Montoro ha dicho lo que muchos españoles saben desde hace años, y la mayoría de la clase política no quiere ver. El desastre, el fiasco.
El desafío del presidente asturiano Javier Fernández no debe ocultar la demagogia que hay en sus expresiones, porque de la administración son responsables todos ellos. Pero los que pagarán, como siempre, serán los españoles bien de Asturias o de Andalucía. Parece que esto es lo único que ya nos identifica.